Nosotros lo llamamos pesebre. En otros lados, belén. La Real Academia prefiere nacimiento: Representación con figuras del nacimiento de Jesucristo en el portal de Belén.
Quizá Carlo de Borbone (el rey de Nápoles y de Sicilia) haya ido alguna vez a esas tiendas artesanales. Lo cierto es que, cuando se fue a Madrid como rey de España, tuvo la idea de coleccionar esas figuritas para su hijo, Carlos IV.
El teatro de los belenes se hizo costumbre. Las figuritas, articuladas con sabios alambres, expresaban sus sentimientos. Rezaban, hincados. Abrían los brazos asombrados. Caminaban hacia el pesebre. Y, en el centro, sus majestades con el cetro y la corona, Carlos IV y su mujer, María Luisa de Parma.
Hace unos días, el teatro volvió. El Belén Napolitano del Príncipe se instaló en el salón de los Alabarderos del Palacio Real. José y María visten sedas improbables. Y, como es usual, don Carlos y doña María Luisa ocupan el centro de la escena.
En el virreinato del Perú, al cual pertenecimos hasta 1776,
eran famosos los retablos. La palabra lo dice todo: retablo proviene
del latín retro-tabulum,
detrás de la tabla o, más bien, del altar. Allí se ponían.
También había una versión portátil, cajas con santos y otras efigies que los andinos llevaban para que los protegiera en sus viajes. Los retablos eran comunes en el noroeste argentino.
Los belenes tradicionales tardaron en llegar a estas costas. En el Buenos Aires colonial, no había más que un puñado de artesanos. Algunos de ellos fueron santeros, como se denomina en América a los que hacen imágenes de santos. Pero se dedicaban sobre todo a la imaginería de los altares, pocos eran ebanistas de verdad. Y menos miniaturistas.
Como fuere, los brillos de antaño han pasado. Ahora tenemos esas figuritas de yeso pintado que el tiempo ha descascarado.